Mientras leía el artículo que más abajo reproduzco y escuchaba "Nothing else Matters" de Metallica recordé las palabras de un profesor (me reservo su nombre) de mi muy querida facultad de Matemática y Computación en la Universidad de La Habana. Dicho profesor nos pregunto un día en clase:
- ¿Todos han visto la urna con los restos del Padre Félix Varela, no?
Si, repetimos casi a coro. A nuestra respuesta inmediatamente añadió otra pregunta:
-¿Y quién fue Félix Varela?
¿Será tonto este profesor? Pero si eso nos lo enseñan desde la primaria, y nuevamente casi a coro respondimos: “FÉLIX VARELA FUE EL PRIMERO QUE NOS ENSEÑO A PENSAR”. Más rápido que un rayo replicó el profesor:
-¿A PENSAR EN QUE?
Nos quedamos mudos. Eso no nos lo habían enseñado en la primaria.
Cuando reflexiono sobre esto me pregunto: ¿Por qué hay pasajes de nuestra historia que desconocemos, que solo están reservados para los investigadores y pocos más? Es sabido que los que triunfan (en todas partes) escriben y cuentan la historia a su manera. Sin embargo es paradójico que muchos de los ideales en que ellos mismos (los triunfadores) se inspiraron tengan luego que ocultarlos para que no se les vuelvan en su propia contra. Aquí les dejo el artículo sobre pasajes de la vida de Félix Varela “poco conocidos” como dice su autor y pregunto yo, “poco conocidos”. ¿Por qué?
Por * Eliades Acosta Matos
En 1848, año revolucionario en Europa, el precario estado de salud del padre Félix Varela lo obliga a trasladarse de la agitada New York al arenal que era entonces San Agustín de la Florida. Vivía pobremente aquel hombrecillo que nadie identificaría exteriormente con el gigante moral que era. De naturaleza apacible y bondadosa, pocos recordarían para entonces que al dejar constituida la primera Cátedra de la Constitución que se creaba en el continente americano, en la temprana fecha del 21 de enero de 1821, un Varela de apenas 32 años había declarado, ante un público numeroso y asombrado de su osadía: “Esta es la cátedra de la libertad y de los derechos del hombre”.
El hombre de salud quebrantada que llegaba para no salir nunca más de La Florida, hasta que sus restos fueran trasladados de regreso a la Patria, había sido electo en 1822 diputado a Corte por la Isla de Cuba, junto a Leonardo Santos Suárez y el catalán Tomás Gener. Allí, mientras otros se congraciaban con los cortesanos madrileños o cerraban negocios y prebendas a cambio de cabildeo político, un Varela enjuto y cetrino hasta el martirio presentaba dos proyectos singulares que le acarrearían el destierro perpetuo y la enconada animadversión de la Corona española: el “Proyecto de Gobierno Autonómico para el gobierno político de las provincias de Ultramar”, y el “Proyecto de Decreto sobre la abolición de la esclavitud en la Isla de Cuba”. Una vez más, para darse fuerzas ante la desatención y la hostilidad con que tales medidas revolucionarias fueron recibidas por una Corte que se reputaba de liberal y progresista, Varela debió repetirse, por lo bajo, lo que el Obispo Espada había dicho de él, años atrás, en su querida Habana: “Este joven catedrático va adelantado, pero aún tiene mucho que barrer”. En efecto, la historia siempre demuestra que los adelantados como Varela, y como ocurriría luego con Saco y Martí, han de pagar un alto precio por barrer los escombros del pasado, pero sin ellos la propia historia no podría avanzar.
El desempeño de Varela en aquellas Cortes es poco conocido. Quizá al trasladarse a la casa de San Agustín de la Florida, casi una celda monacal, donde pasaría los últimos años de su vida, debió recordar el calor de aquellos debates y la altura conque las mejores causas del momento fueron defendidas por él, con elocuencia suprema. Aquellas encendidas polémicas debieron llenar de ruidos su cabeza, poniendo alguna que otra sonrisa pícara en los labios que apenas se despegaban ya para nada que no fuese orar o aconsejar. El 20 de octubre de 1822, como si fuese un patriarca bíblico y no un humilde cura de una remota colonia, ataca a los obispos que combaten abiertamente la Constitución de Cádiz, recomendando que se declaren vacantes sus obispados y que el gobierno los traslade a otros puntos de la península. El 22 de octubre se yergue ante los militares, casta omnipotente en la historia de España, para decirles en pleno rostro que no pueden detentar facultades extraordinarias para castigar a sospechosos, porque ello “es algo peor que una dictadura”, y para rematar la batalla en este frente, el 14 de diciembre, defiende la tesis, más que avanzada, de que los militares no deben detentar derechos diferentes a los de los demás ciudadanos.
En Cádiz, un Varela cada vez más radical, y por lo tanto, más revolucionario, había quemado definitivamente sus naves. Al producirse la llamada “Invasión de los cien mil hijos de San Luis” al mando del Duque de Angulema, con el expreso propósito de restaurar la monarquía y sus fueros, sin las riendas de una constitución liberal, y ante la traición de un pérfido Fernando VII, que se apresura a pasar al campo francés después de haberse refugiado en Cádiz con los diputados, Varela se ve obligado a pasar a Gibraltar, junto a Gener y Santo Suárez, el 3 de octubre de 1823. A mediados de diciembre, a bordo del buque inglés Drape, arriba definitivamente a los EE.UU., dejando atrás las últimas ataduras con la política española y una condena a muerte, por revolucionario y sedicioso, con la que el traidor de Fernando VII quiso premiarlo. En 1824, desde Filadelfia, comienza a publicar El Habanero, su periódico independentista.
De la influencia y fuerza creciente de su ideario, que llegaba de contrabando a la isla mediante el periódico y era un acicate para los que conspiraban contra el colonialismo, especialmente los jóvenes, testimonia el hecho de que el Capitán General Vives, uno de los espadones peninsulares derrotado en las contiendas libertarias americanas, ofreció $ 30 mil pesos a un criminal apodado el Tuerto Morejón, para que pasase a EE.UU. y lo asesinase. El Varela invernal de La Florida debió recordar el incidente y dedicar alguna plegaria silenciosa por el alma de quien lo buscó para matarlo por codicia, y se retiró abatido y lleno de remordimientos, tras confesarse ante él y ser desarmado por la luz de que la virtud y la verdad siempre están auroleadas. José Martí, continuador de sus ideas y de su apostolado, protagonizaría un incidente similar en Tampa, mientras se encontraba preparando la Guerra del 95.
Para demostrar que las ideas se combaten con ideas, y que la censura colonial y la represión pierden su fuerza cuando se les muestra a la luz pública, Varela publicó en el número seis de El Habanero el texto íntegro de la Real Orden de Fernando VII mediante la cual se establecía la prohibición expresa para evitar…“que el indicado folleto sea introducido en la Península e islas adyacentes”. Decepcionado ante el espectáculo desolador de la política española, donde los ideales revolucionarios y liberales eran desechados por quienes habían jurado solemnemente defenderlos hasta la muerte, para correr a uncirse al carro del déspota felón, y por el propio panorama de la isla de Cuba, esa que deseaba “verla tan isla en lo político como lo es en la naturaleza”, cuyos prohombres coqueteaban con las mismas autoridades e instituciones coloniales a las que antes, en privado, había jurado destruir, hacia 1826 se retiró de toda participación activa en las luchas, dedicándose al magisterio y el sacerdocio.
Mucho debió sufrir en lo hondo el alma buena y generosa de Varela, ante el triste espectáculo de la ingratitud humana y la inconstancia de los hombres; ante una política de pactos y componendas, huérfana de principios; ante el despliegue del egoísmo más abyecto disfrazado de altas conveniencias para la Patria. Pero como ocurre en hombres de su estatura, no se arrepintió jamás de sus ideas, ni abjuró de sus principios. Al llegar a su otoño, y aún cuando muy debilitado y casi inmóvil, había adquirido ya la naturaleza pura de los que saben comprender, sin olvidar, y dicen que parecía levitar y le salía un fuego especial por la mirada noble, si le hablaban de su Cuba querida.
No todo había sido sinsabores y decepciones. En 1828, viaja expresamente a New York un grupo de sus antiguos discípulos que lo reverencian desde la distancia. Allá lo encuentran José Antonio Saco, José de la Luz y Caballero, Antonio de la Luz y José Luis Alfonso. De aquel encuentro mítico, del cual desafortunadamente no ha quedado testimonio alguno para la historia, surge la idea de publicar entre todos El Mensajero Semanal, que circula entre 1828 y 1830. Deberá hacerse un estudio detallado, sin prejuicios, con profunda cultura, y desde la responsabilidad que da el conocimiento de ciertas misteriosas regularidades en la Historia de Cuba, para desentrañar cómo maestros y alumnos, discípulos y condiscípulos, a veces prolongándose a través de varias generaciones, han ido tejiendo una red de ideas, casi siempre revolucionarias y patrióticas, para, llegado el momento preciso desatar los nudos del devenir de la nación. Mientras en otros países las castas y los clanes han ejercido tal influencia histórica, en Cuba, desde Félix Varela, las contradicciones históricas se han dirimido, inicialmente, en las aulas y desde la relación entre los maestros y sus alumnos. Hermosa metáfora que ilumina el destino de la Isla.
Pero llega la hora definitiva y encuentra a aquel anciano, casi transparente a fuerza de destinar a otros lo que debió haber reservado para su sustento, envuelto en la luz de los inmortales. Pocos de los que lo rodean en sus últimos momentos pueden imaginar que lejos de terminar, Varela se inmortaliza allí y sus ideas circularán, como nunca antes, tocando a la puerta del alma nacional, que tardará aún quince años en abrirse para siempre en un remoto punto del Oriente cubano, en un ingenio nombrado La Demajagua.
José Manuel Casal, uno de sus fieles discípulos, comisionado por los demás, llega tarde para auxiliarlo. Murió en paz consigo mismo y con todos, el 25 de febrero de 1853. En abril, una sencilla lápida fue colocada sobre su tumba “Al Padre Varela, de los cubanos”.
Apenas un mes antes, en la calle de Paula, la familia Martí y Pérez se estremecía de emoción al escuchar el llanto de un recién nacido, el primer varón. José Julián Martí y Pérez había llegado. Ya Varela podía partir.
* Director de la Biblioteca Nacional de Cuba y Presidente del Consejo de Directores de la Asociación de Estados Iberoamericanos para el desarrollo de las Bibliotecas Nacionales. (ABINIA)
Foto cortesía de Aguaya
5 comentarios:
Muy interesante artículo!!!!
PxM, al final de mi post Sobre el Edificio Poey de la Universidad de La Habana... tengo una foto del lugar de la Facultad al que te refieres. Si la quisieras, es toda tuya!
Saludos,
AB
Perfecto, pásamela al correo papasxmalangas@yahoo.com y la añado al post. Muchas Gracias :)
Saludos desde Madrid
A bueno la tomo de ahi mismo jeje.
!!Cogiste la de Felipe Poey!!! La d Varela es la última, la del Parque de los Cabezones.
:-))))
jaja acabo de darme cuenta justo estaba cambiandola :)
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